viernes, 8 de agosto de 2008

un cuento que me gustó mucho

CUENTO

LO QUE TENEMOS...

La mañana fresca y soleada, disimulaba su indecisión de abandonar el invierno severamente seco, para dejar asomar los brotes verde-pálidos en los plátanos de la plaza mayor.
El corte del tránsito favorecía la llegada de los vecinos que caminaban a sus anchas por la calzada de la avenida, con un rumor lejano de las bocinas y los improperios de los automovilistas que, ajenos a la trascendencia del momento, trataban infructuosamente de abrirse paso por las atestadas calles laterales.
La multitud se había ido reuniendo por aposición de sucesivas curiosidades y oleadas mansas de grupos heterogéneos se arrimaban a las orillas del gentío, entre llamados a los gritos, amables conversaciones, saludos efusivos.
Iban formando un anillo irregular alrededor de un claro, que el personal de seguridad mantenía despejado con dificultad, continuamente presionado por el empuje de los más ansiosos que pugnaban por no perder detalle del acto.
El protagonista, responsable máximo de conducir la campaña que se iniciaba, permanecía impertérrito en el lugar destacado que el ceremonial -y la historia- le reservaba.
Su gesto adusto denotaba un carácter firme y acostumbrado a los momentos de hondo dramatismo.
La mirada serena y dura dirigida a cada uno de los detalles, no dejaba resquicio en donde descubrir algún sentimiento, debilidad o duda.
La mandíbula apretada, el mentón elevado, los músculos tensos y todo él, constituían la estampa acabada de un legionario dispuesto a enfrentar los enemigos más feroces.
Otras batallas ya habían ido formando su temperamento, tallando la estatura de un guerrero implacable.
Retroceder, algo impensable. ¿Rendirse? No formaba parte de su vocabulario.
La parada era brava, pero para eso se había preparado toda su vida.
Sus talones, hechos a la rutina de la posición de escuadra, las puntas de los pies abiertas en un ángulo perfecto. Y esos tacos que se elevaban nerviosamente a intervalos regulares cuando su portador dirigía la palabra a sus subordinados. Más que dirigirse, arengaba, exaltaba; la voz varonil, el tono admonitorio y el rítmico movimiento de los tacos reafirmaba cada frase, cada sentencia, llegando al corazón enfervorizado de su tropa, insuflándoles el pecho de heroísmo.
Oteó a su alrededor, desafiante, y se dispuso a recorrer la formación.
Vehículos y hombres lo aguardaban en un sepulcral silencio, marciales los cuerpos, altivas las poses.
Sus pasos firmes, decididos, marcaban con rigor la cadencia de un andar donde los tacos resonaban estertóreos en la aspereza del pavimento.
De pronto, la banda rompió a tocar una marcha, las palomas huyeron espantadas y los niños en la piadosa inocencia de no saber de cruentos combates, de bajas, ni de los dolores y sacrificios supremos que la guerra exige, agitaron banderines, felices, con la algarabía de sentir que esta era también una fiesta, un espectáculo. Que ahora iba a pasar algo.
La revista se desarrolló con estudiada parsimonia para ir incorporando emotivamente a los expedicionarios y a los asistentes, a medida que a su paso los iba dignificando con la mirada aprobatoria y los comprometía con la cercanía. Todos iban unciendo sus corazones con la marcial bendición de saberse en comunión con su jefe en los instantes vibrantes de la gesta que se avecinaba.
En la solemne recorrida se producían los puntos más altos de sobrecogimiento en los instantes en que el protagonista se detenía frente a los estandartes y saludaba a los símbolos con gesto medido. Entes ideales a los que reconocía superioridad y que hermanaban esta lucha con los afanes de los Padres de la Patria.
En esos momentos el fervor ciudadano llegaba a la apoteosis y todo tomaba bruscamente un sentido trascendente.
Mientras esto ocurría, y ya desde el comienzo mismo del acto, seguía atronando la voz del locutor oficial. Por los altoparlantes iba anunciando cada uno de los movimientos y adjetivando con palabras grandilocuentes los merecimientos que acreditaban los hombres y los equipos que se disponían para actuar.
Al completar la fila de los efectivos alineados, el protagonista giró lentamente y observó desde esta nueva perspectiva el camino que había hecho.
Y se le representó en su mente que ese trayecto bien podía ser una metáfora de todo el camino de su vida.
Siempre había tomado con entereza las misiones que le habían sido encomendadas, sin saber de flaquezas, ni de renuencias. Todo lo que había hecho en su vida estaba marcado por el mismo grado de seriedad y de apasionamiento.
En otros tiempos, también había pasado revista a formaciones.
Eran blindados y soldados que le habían sido confiados para llevarlos a la victoria.
No iba a cambiar de actitud ahora por el simple hecho de tener que comandar una flotilla de camiones de recolección de residuos.
O porque su tropa no la integraran gallardos soldados adiestrados para la batalla, sino por un triste grupo de mestizos del tercer mundo, reclutados entre los más pobres de los desempleados. Las más visibles víctimas de la globalización.
Nada de eso lo detendría. Y se dispuso a enfrentar esta, su nueva misión: la guerra contra la basura.



Luis Michi
San Miguel octubre 2001 (Aldo Rico, Intendente de San Miguel)

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